Dos opiniones de la nueva entrega de capítulos de la serie más popular del momento, que concluye este domingo.
Nos hemos vuelto espectadores entrenados, exigentes y también un poco tiranos. Cada domingo, apenas suena la música de apertura de Game of Thrones, nuestras expectativas crecen con cada acorde: no queremos ver tele, queremos experimentar con intensidad la historia de cada personaje, que muera alguien, que vuelen dragones. Nos volvimos intolerantes con los necesarios arcos narrativos en los que nada explota ni ruedan cabezas, como adictos al cliffhanger (el gancho al final de cada episodio) que se retuercen de ansiedad ante cualquier abstinencia.
Por eso, entre algunos fans de la serie hubo decepción por la quinta temporada que termina esta noche. Quejas similares a las que ya se escucharon también en la cuarta, la tercera o la segunda, ante cualquier transición en el relato.
Sin embargo, las virtudes de esta quinta temporada estuvieron bien distribuidas en cada episodio. Game of thrones es una serie de acción, un culebrón con espadas y un cuento fantástico, pero también es una historia política. Y ese fue el vértice que ganó la pulseada este año. Porque se develó que en ese mundo no sólo las casas aristocráticas y los consejeros inteligentes juegan el juego de tronos. Que mientras los aspirantes a reyes se mataron en batallas, las religiones hicieron un trabajo silencioso para abordar el poder.
La serie, además, fue consecuente con sus propios principios, y si hubo que quitarle la atención a algunos personajes predilectos por el público en pos de que la narración avance, lo hicieron (como en el caso de Arya); así como permitieron que otros pudieran transformarse de una buena vez (Sansa, Cercei).
La distancia que la ficción televisiva tomó de los libros creció y se volvió definitiva en estos últimos nueve capítulos. Una decisión sana y, sobre todo, clave para que el guion no disperse más temas y personajes. Eso logró esta quinta temporada: condensar y avanzar, sin precipitarse.
En las temporadas anteriores, Game of thrones preparaba un capítulo 9 de antología y un cierre abierto en el 10, pero para llegar hasta allí se daban antes todos los gustos: mantenían magistralmente el equilibrio de intensidad entre las distintas casas y los diferentes aspirantes al trono, sumergidos en sus propias miserias y en sus propios entornos de poder.
La quinta empezó demasiado tarde: con algunos suaves estiletazos el guion logró mantenerse sin ser punzante y efectivo, y recién en el octavo episodio la serie mostró el brillo de antes, lo que la coronó en lo más alto de las preferidas de público y crítica.
Hay una tendencia natural a que el interés decaiga a lo largo de los años, cuando las fórmulas se vuelven repetidas, pero la ausencia de aquellos diálogos extraordinarios, dignos de una tragedia shakespereana, la falta de protagonismo de los personajes más interesantes y las demasiadas vueltas a aquellas historias accesorias y superficiales, empobrecieron el desarrollo.
Game of thrones empezó su quinta temporada recién en el capítulo 8 (los primeros fueron un derroche de superproducción con una cámara que pareció empecinada en mostrar el derroche de superproducción), y el 9 no mostró toda la adrenalina que los novenos de otras temporadas (sí, hay golpes de efecto fuertes, al menos dos).
Quizás, con tantas cosas por resolver, la despedida se convierta en la llave para abrir la puerta de un sexto año, cada vez más alejado de los libros de George R. Martin pero con muchas subtramas por explorar.
Las historias a lo largo y a lo ancho (y a lo alto) del muro con el siempre abúlico Jon Snow; la tristeza infinita de Sansa Stark; la dubitativa presencia de Arya en el templo de los hombres sin rostro; la ausencia prolongada de Tyrion, sin sacarle punta a su lengua filosa; o una Daenerys Targaryen pasiva e indefinida no ayudaron a construir la solidez de costumbre.
Este domingo la serie puede tener un cierre de antología, pero eso no cambiará el hecho de que se acordó demasiado tarde de empezar y que terminará demasiado pronto.