La mayor virtud de Alejandro Fantino es su mediocridad. Característica que le permite tener una agenda periodística más surtida que la de Nelson Castro, Carlos Pagni o Joaquín Morales Solá.
Su lentitud para razonar lo hace maleable a cualquier interlocutor, desde Beatriz Sarlo hasta Carlos Tévez. Su precariedad discursiva y su servilismo lo convierten en un conductor soñado, capaz de abordar temáticas múltiples desde una superficie delgada y descomprometida.
Las entrevistas que se pusieron de moda en Animales sueltosson tautológicas y tartamudas. Fantino jamás confronta, oficia de escribano, de traductor literal.
–Cuando uno valora su vida comienza a valorar la vida ajena– dice el líder de la comunidad Qom, Félix Díaz.
–Pará, pará, porque es súper interesante lo que me estás diciendo y seguro hay un montón de gente mirando: ¿vos me querés decir que cuando uno valora su vida comienza a valorar la vida ajena?
–Así es, señor Fantino– reitera Félix Díaz, calmo y pétreo.
Insistencia que tiene el efecto de un derrumbe sobre el cauce de un río. La incapacidad para desafiar al entrevistado hace de Fantino un Sócrates invertido: no busca extirpar otra verdad, sólo gratificar al interlocutor a fuerza de complacencia.
Cuando le reprocharon a Fantino su estupor porque Ricardo Darín rechazó un papel en Hollywood, éste se defendió explicando que su función será siempre la de pinchar al entrevistado. Probablemente sea cierto, pero eso no le quita languidez y torpeza a su dialéctica.
Fantino es un conductor felizmente vacío, estereotipo de chico de barrio políticamente correcto, con algo de bondad, algo de pinta, algo de sensibilidad, algo de inteligencia, algo de impulsividad, algo de carisma, algo de homosexualidad. Combo de porcentajes minúsculos que no terminan definiendo nada. Fantino se afirma en la nulidad: todo en él es asado, fútbol, amigos y lugares comunes. Misteriosamente allí está su atractivo, incluso su éxito moderado.
También crea una bisagra su franja etaria, tironeándolo entre valores de los noventa, frivolidad pícara y machista; y valores actuales, que demandan compromiso cívico y una apertura mental siempre alerta para no caer en discriminaciones o apologías moralmente cuestionables. Fantino es la resaca de un mundo irresponsable, pero también es el estrés del comunicador social hipersensible. No casualmente el feedback es tan natural cuando entrevista a Martín Bossi, otro mutante que se debate entre el siglo 20 y el 21.
La doble moral de Fantino queda expuesta en el set de Animales sueltos, a veces invadido por fragancias felinas y proxenetismos enigmáticos como el Coco Sily o Jacobo Winograd; otras veces efectuando saltos cuánticos con entrevistas a candidatos presidenciales o a personalidades destacadas de la cultura.
Escuela para maridos, el reality show emitido por Fox, también padeció esta encantadora nausea “fantinesca”: ocho maridos cosificadores del sexo femenino fueron encerrados en una escuela dirigida por Alejandro Fantino, con clases dictadas por Alessandra Rampolla.
Durante las emisiones del reality, se daba por sentado que la institución matrimonial era siniestra y opresora y se procedía a educar a estos arquetipos machistas para que aprendan a cosificar a las mujeres con gracia. Como no podía ser de otro modo, el participante que mejor encarnaba al macho alfa ganó el certamen. Porque el quid de la cuestión era reposicionar a la mujer con amor, domesticar la heteronormatividad, teñirla de romanticismo.
En Fox o en América, indistintamente del programa, a Fantino lo acompaña un rating tibio. Todo en él padece de tibieza y su figura se alza como un ícono de mediocridad. Pero una mediocridad agradable y tragicómica, por momentos hasta digna de admiración.
El oficio de Alejandro Fantino como conductor se asienta en que nunca confronta ni desafía a sus invitados, sino que es un traductor literal que va de la sensibilidad a la frivolidad de los ‘90.