Desde que existe la televisión existen los concursos de talento. Cuando Joel Rossi asegura que gracias a Baila Córdoba hacemos historia, la frase suena incómoda y exagerada.
Semejante oración podría tener algún sentido oculto. Una buena interpretación es pensar que Baila Córdoba (sábados, a las 16.30, por El Doce)marca la independencia final con relación a los contenidos porteños. El hito histórico de Baila Córdoba, entonces, consiste en declarar nuestra autonomía federal. Estamos ante el primer reality show absolutamente cordobés, un galgo de pura cepa del interior del país.
En el universo televisivo, la palabra reality se acuñó prematuramente. Durante la era gloriosa de Telemanías el término no tenía vigencia, pero siempre se trató de lo mismo: exhibir gente común demostrando algún talento. Eso que Andy Warhol denominó los 15 minutos de fama y que dado el superávit actual de plataformas no llegaría a los cinco.
Baila Córdoba también promete desde su página web darle "relevancia cultural y mediática a una competencia hecha para los amantes de la danza". Estas dos cualidades, lo cultural y lo mediático, se opacan mutuamente. No porque se excluyan, sino porque el mismo programa las considera opuestas a priori y pretende armonizarlas.
Nos acostumbramos a que los reality shows le den latigazos a sus participantes para estimular una carrera salvaje hacia el éxito. Lo curioso es que Baila Córdoba se autoproclama reality pero no se comporta como tal: no busca atmósferas tensas; no puntúa con menos de 7; las devoluciones son escuetas y amables, inclusive mudas, limitándose el jurado a levantar la paleta con su puntaje.
Antes de que bailen los equipos, son introducidos con clips que generan un sondeo motivacional. A veces se busca el golpe bajo y aparece un equipo luchando contra la fibrosis quística. Este efectismo no constituye ningún problema; el problema es que al conformarse los equipos por grupos numerosos, la narración no logra enfocarse en historias de vida, no se caracteriza al participante ni se crea empatía. La identidad de los equipos queda reducida a una categoría y a un número para votar.
Mirar Baila Córdoba es mirar un surtido de cuadros musicales elegantemente televisados. Un certamen en el que nada está en riesgo. Un festival de danza con un jurado que en lugar de evaluar, comenta satisfecho. Exceso de aprobación que debilita el dramatismo televisivo. Baila Córdoba resalta lo supuestamente saludable de la cultura y quita lo supuestamente nocivo de lo mediático, ofreciendo un producto tibio, desesperado por la corrección política.
Las partes del jurado ayudan a completar este diagnóstico: Silvia Soria Arch y Yanina Colomé son promocionadas como referentes de la danza, pero en el programa no vierten sus conocimientos, no ejercen una mirada crítica, no cuestionan la técnica ni los criterios. Diego Ramos, en el medio, maneja con carisma natural el factor televisivo. El resto del jurado, conformado por Coki Ramírez y La Mole Moli, se extravía en chispazos de entusiasmo.
Estas presencias despiertan una sospecha maligna, rememorando la participación truncada del Bailando 2015. El fantasma del despecho invade la pantalla cuando apreciamos sus devoluciones, como si Baila Córdoba fuese un premio consuelo, una conquista agridulce.
Sumando un video de apertura bien editado, los puntajes con música de thriller, las presentaciones sensibleras de los equipos, la exclamación "¡bailaaa!" de Joel Rossi antes de cada coreografía, las pantallas LED ambientando el escenario, el voto vía mensaje de texto, obtenemos como totalidad una dinámica sin novedad, pero tampoco hay derecho a exigírsela. En televisión ya se inventó todo lo que debía inventarse.
Baila Córdoba no es un mal programa, es apenas un programa clonado como todos los programas que nos llegarán desde Buenos Aires año tras año.
Baila Córdoba, el flamante certamen local de danzas que se emite hoy, se presenta como un continuo de cuadros musicales al que le falta dramatismo televisivo.