Jugar es inventar reglas para que nuestras acciones parezcan decisivas por un tiempo breve. Si se violan las reglas, el pacto se anula; si hacemos trampa, la ilusión se mantiene a medias. Al jugar, las reglas se aceptan sin cuestionarlas, confiados en que podemos entrar y salir de estos universos artificiales las veces que queramos.
El formato del reality show adopta la idea de juego para desenvolver una narrativa. Sin embargo, el producto funciona cuando se resalta la reacción del concursante por encima del juego. La trampa es que este jugador jamás ingrese en el artificio, que las victorias y derrotas tengan un peso devastador, desdibujando las fronteras entre lo lúdico y lo real. El único combustible del reality show es la crudeza emocional. Cuando los conductores desdramatizan alegando que se trata de "sólo de un juego", están llevando el cinismo a su máxima expresión.
Si un adulto se somete a este masoquismo, sentimos por él algo de lástima, pero cuando vemos a un niño atrapado en esta situación, nos invade una incomodidad casi insoportable. Dos casos icónicos: Dady Brieva en Agrandadytos, año 2005, pidiéndole a una invitada que le muestre "la bombachita". Año 2009: Bailando Kids, certamen con las mismas exigencias del Bailando actual y sus mismas previas picantes, pero con el detalle de que los participantes eran menores de edad. La polémica estalló cuando Carmen Barbieri le dijo a una nena que se veía "sexy" perreando en el reggeton. Intervino el Comfer y los programas abrieron un debate.
Los niños del Bailando Kids no jugaban a bailar, estaban al servicio de un dispositivo que los arrastraba al estrés propio de los reality shows. Del mismo modo, los niños que hoy participan en MasterChef Juniorno juegan a cocinar: simplemente exponen emociones violentas en un contexto culinario. Todo es igual a la versión adulta pero bajo un libre albedrío en el que la voluntad de los padres se entrelazaría, indescifrablemente, con la de sus hijos.
De nada sirve que la escenografía de MasterChef Junior tenga colores saturados, que Mariano Peluffo use camisas a cuadro desprendidas, o que el jurado sea amable, risueño y sutil: los participantes desde el minuto cero son abducidos por el extremismo del formato. La humillación de una eliminación ya no se vive lúdicamente: el chico llora desconsolado sin separar juego de realidad, sin desprender su vivencia traumática del artificio creado para el programa.
Un detalle revelador es que la franja etaria de estos participantes va de los 8 a los 12 años: ni tan chicos como para rechazar semejante violencia, ni tan hormonales como para carecer de ternura. Así, el programa cubre dos flancos: chispa infantil y compromiso competitivo. Bajo esta ambigüedad se ensombrece el mito de la infancia feliz. Nosotros como televidentes enfrentamos emociones dispares: no queremos que los niños crucen hacia el mundo miserable de la adultez, pero también nos da curiosidad ver cómo lo harían.
El hijo de Nazarena Vélez da buen rating correteando por la pista de ShowMatch. En niveles subconscientes, sabemos que es huérfano. La sordidez del trasfondo se niega con la banalidad juguetona de Tinelli, y la alegría actúa como barniz de una exposición morbosa.
Si los niños de MasterChef Junior padecen el juego, es porque no lo viven como tal. Cada programa cristaliza las lágrimas de sus expulsados, lágrimas que los regalos de Musimundo obviamente no consuelan.
Del ganador del reality seguro nos quedará un niño exitista y soberbio aguardando la mayoría de edad para abrir su propio restaurante. Entonces será demasiado tarde y nadie logrará recordarlo.
Una mirada crítica sobre la participación de niños en realities como "MasterChef Junior", que acaba de confirmar que tendrá segunda temporada.