Lisa Simpson tiene 8 años desde 1989. Si fuese una actriz cumpliría 34 años y la serie animada no podría sostenerse como la función mítica que propuso Lévi-Strauss.
El antropólogo, que tuvo el descaro de vivir 100 años, sostiene que las mitologías poseen los mismos patrones sin importar la cultura. El mito es una representación del mundo, un código simbólico para entender a una sociedad en un momento dado. Por eso en el mito nunca vemos cambios estructurales, aunque sí variaciones.
Hasta este 2015, Lisa conservó sus características de heroína mítica: feminista, intelectual, ecologista, sensible, honesta. Quizá en las primeras temporadas le haya dedicado más tiempo al saxofón y ahora la notemos abstraída con un smartphone. Sin embargo su esencia no cambió y lo mismo sucede con el resto de la familia Simpson.
Esta serie perdura porque es una lupa del paradigma familiar adentro de una ciudad genérica. Springfield es un ícono del mundo globalizado: allí conviven todas las razas y se practican todas las profesiones. En este cosmopolitismo se van creando círculos concéntricos que culminan en un núcleo familiar con personalidades dispares. La serie funciona como mito de nuestra era y para continuar muchos años más deberá aggiornarse según las transformaciones tecnológicas.
Según Lévi-Strauss, el mito no sólo es un lente de aumento del pensamiento humano, también ayuda a que los individuos encuentren en las unidades mitológicas una brújula moral, un modelo de conducta.
Las hartantes reversiones de superhéroes no se deben a que hayan salido mal las anteriores, responde a la exigencia social de actualizar mitos a través de un lenguaje cinematográfico cada vez más internalizado a escala mundial.
Sucede algo poderoso con las series o sagas: se convierten en un receptáculo emocional excluyente, capaz de eclipsar los entusiasmos ofrecidos por otras instituciones sociales consideradas en decadencia. Las series, hoy, son esos Grandes Relatos que precisamos para entender el mundo.
Breaking Bad, Lost, Six Feet Under, Mad Men, House Of Cards, Walking Dead o Game of Thrones trascienden su artilugio audiovisual y se adhieren al corazón de académicos, skaters y jubilados deprimidos. La obsesión deviene en pandemia. No sólo por la destreza narrativa y artística, aunque a largo plazo ayuden. Por lo general, las primeras temporadas son flojas, temerosas, sin riesgos, como si tantearan su propia potencialidad para convertirse en fenómenos mundiales.
Una vez segura de sí misma y con el aval de la cadena televisiva para presupuestos millonarios, las series cuentan con un plus imbatible: su progresión física, su fragmentación episódica y la empatía que la audiencia genera con los protagonistas a lo largo de los años.
Las esperas semanales y luego anuales crean una habilidad tántrica que en el momento apropiado harán desvariar el alma de los espectadores. El derrotero de Daenerys Targaryen, por ejemplo, consigue en la quinta temporada de Game of Thrones un pico emocional desquiciado, que en términos cinematográficos no tiene demasiada virtud. Es otra la óptica si testimoniamos durante 5 años en el cuerpo frágil de la actriz Emilia Clarke una sucesión de vivencias traumáticas para que reivindique sus convicciones de libertad democrática.
Y por estas delicadezas en los arcos narrativos, los finales de serie son tan estresantes para los guionistas. Sucede que los mitos no pueden concluir, no está en la naturaleza del mito su clausura. Y es también por eso que los guionistas apelan al final más seguro dentro de los esquemas mitológicos: la muerte y el ciclo que se reinicia.
Daenerys Targaryen y Lisa Simpson son referentes morales pertinentes para nuestra sociedad. Entre ellas la diferencia es sutil: a la madre de los dragones la interpreta un mortal.
Las series son hoy las encargadas de actualizar mitos y se han convertido en esos “Grandes relatos” que precisamos para entender el mundo.